miércoles, diciembre 14, 2005

hombres y mujeres: razones de la informalidad



en vez de decir “cachai la buena onda super loco”
debes decir “notas la transferencia positiva de la alteralidad”
- Jorge Díaz


           En Chile existe un verdadero culto a hablar de manera formal, “correcta” y “educada” la que al menos se manifiesta en todo tipo de exigencias a la hora de entregar trabajos académicos. Frente a palabras como poto o micro los profesores y profesoras se escandalizan y sonrojan para corregirnos rápidamente diciendo que lo adecuado es decir, en cambio, nalgas y microbuses. No nos han educado 8, 12 o 17 años para escribir con garabatos o palabras que no aparezcan en el solemne diccionario de la RAE.
              Sin embargo, tengo la convicción que esta formalidad que nos invade es muy funcional a un sistema social machista. Pido entonces permiso para hablar en estas páginas a chuchada limpia, con la única misión de mostrar como el restringirnos al lenguaje académico en ciencias sociales nos restringe enormemente nuestro campo de acción.
             Voy a partir con el garabato más utilizado por estos terruños: huevón. Este adjetivo coprolálico que tiene una verdadera infinidad de usos en nuestra cultura tiene una usanza bastante particular. Los hombres se tratan entre sí como huevones sin demasiado problema, casi diríamos con cariño. Algunas mujeres también lo usan entre sí y no hay mayor conflicto al respecto. Sin embargo, los problemas comienzan cuando un hombre llama a una mujer huevona. Esta trasgresión o tabú de que un hombre le diga a una mujer huevona sin que ella pueda evitar sentirse ofendida (así como sería difícil que el hombre lo dijera sin ánimo de herir) esconde gran parte de la clave cultural para entender nuestro machismo.
             Las mujeres chilenas han sido relativamente exitosas en los últimos años en realizar bastantes conductas que antes eran exclusivas de los hombres: embriagarse con alcohol, niveles parecidos de consumo de estupefacientes, iniciación sexual a edades cada vez más tempranas, etc. Los datos de la 4ta Encuesta INJUV son elocuentes en ese sentido. Esto puede considerarse un “éxito” de mujeres que, para acceder a derechos equivalentes a los hombres han cargado también con muchas de sus desdichas.
             Pero las mujeres han fracasado en salarios medianamente equivalentes a los de los hombres, ya que su sueldo es 40% inferior al de un hombre en su mismo puesto. La pregunta del millón es: ¿Esto se debe a factores formales o informales de nuestra cultura? ¿Se debe al currículum y a políticas explícitas de las empresas de pagar menos o, en cambio, se debe a usanzas tradicionales casi mudas que han resistido el embate del tiempo? Porque si el tema pasara por el aspecto institucional formal de nuestra sociedad, las políticas públicas serían suficientes para limitar y ponerle coto a dichas malas prácticas. Pero si la discriminación laboral –entre otras discriminaciones- está anclada en el ámbito informal de nuestra cultura el problema se vuelve evidentemente más complejo.
             Uno de los grandes conflictos es que una mujer que sea laboralmente exitosa en Chile está condenada a no ser considerada mujer: o es víbora o es puta. La puta podríamos definirla como la que adquiere poder en la organización aprovechándose de que es deseada por los superiores. Es decir, la mujer que instrumentaliza su sexualidad para ascender en la organización. La víbora, en cambio, es la mujer que consciente del machismo cultural se defiende de él con dureza (es la mujer que es capaz de decirle a los hombres: “oye, ¡para! soy tu compañera de trabajo, deja de mirarme las tetas”). La mujer no puede ser todo lo suave y cariñosa si pretende adquirir poder en su lugar de trabajo, se ve encerrada dentro de los estrechos límites de conducta que le impone la organización y la sociedad dentro de la cual está inmersa.
Mientras escribo estas líneas imagino las sospechas que estas frases levantarán sobre las lectoras. Sospecho que argumentarán que exagero o que caricaturizo, ya que en todas las empresas del país no es como lo estoy pintando ahora. Es cierto que hay excepciones, pero ¿dónde están las gerentes generales o gerentes comerciales del país, dónde están la alta proporción de diputadas y senadoras, dónde las dirigentes vecinales ?
Volviendo al tema del lenguaje, resulta increíble comprobar que hay ciertas palabras –sobretodo insultos y garabatos- que los hombres se preocupan de no decir enfrente de mujeres. Pues bien, este rasgo que podría parecer de buena educación y respeto hacia ellas es el mismo que margina a las mujeres de las decisiones importantes política y económicamente hablando.
Exigir hablar con buenas palabras es entonces muy funcional a una relación asimétrica de hombres y mujeres, donde los primeros tienen las de imponerse. Las mujeres que no dicen garabatos se mantienen al margen del mundo lingüístico en donde se toman las decisiones importantes en el ámbito laboral, social y hasta familiar.
             Por eso comparto con Salazar de que hay que evitar el feminismo abstracto, subjetivista e ideológico ya que termina por ser elitizante. En ese sentido, el permitirse hablar con garabatos no es sólo un requisito para horizontalizar la relación de los géneros sino que también una genuina expresión de democracia ciudadana.
             Como ser mujer o ser hombre son roles complementarios (no existen unos sin otros), las identidades de unos y otros se van acoplando mutuamente. Si hoy las mujeres salen a trabajar mucho más, el lógico pensar que los hombres tienen que preocuparse más del hogar y aprender nuevas habilidades que les permitan desarrollarse bien en ese plano (aprender a cocinar, hacer sus camas, relacionarse afectivamente con otros significativos y sus familiares, etc). Eso mismo se puede relacionar con la sexualidad –con antiguos hombres machistas, sobresexualizados, “siempre listos” y con mujeres subsexualizadas, esquivas, con dolores de cabeza. La sexualidad posmoderna, más compensada que la de nuestros padres, es fruto de una modificación dialéctica, mutua.
             Tampoco está de más recordar lo que Octavio Paz decía respecto a la chingada ; es decir, a la estructura social latinoamericana que se creó entre el español y la india violada.
O sea, podemos relacionar la mayor aversión de decir garabatos en las mujeres al culto mariano y la mayor rudeza de los hombres a la imagen cultural del chucheta, del padre ausente.
             Un tercer ámbito donde uno puede corroborar el machismo cultural subyacente es en las temáticas que nos causan risa. Nuestro folkllore y humor está plagado de una sexualidad claramente jerarquizada.
             Parte central del discurso feminista es que la mujer tiene derecho a tener orgasmos, a disfrutar de la sexualidad tanto como la disfrutan los hombres. El feminismo ha tenido dos grandes banderas de lucha: la igualdad laboral y la reinvocación de los derechos sexuales de la mujer. Mucha de la discriminación laboral de la mujer –sobretodo la referida a la poca promoción de cargos- se da a este nivel. Tengo la sospecha –sin datos empíricos más que la conversaciones con varios amigos- de que parte importante de la discriminación laboral de las mujeres pasa porque las decisiones importantes se toman generalmente el en bar y no el la oficina. Y es al bar donde la mujer tiene barreras de entrada, porque tanto ella como un hombre saben que ir al bar tienes otras implicancias socioculturales.
             Pequeñas muros como esos son los que hay que ir sobrellevando. Es el desafío que tenemos hoy.


matias

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